25 de agosto de 2009

Playas oscuras


No hace falta aclarar que el auxilio llegó, y luego a la distancia de los hechos me sentí avergonzada de la cantidad de veces que llegó, pero en ese momento no percibía más que mi propia necesidad.
Marcelo me llevó a una pequeña casa que tenía en la costa atlántica bonaerense, muy cerca del mar, en uno de esos pueblos que explotan durante el verano y se convierten en fantasmales en invierno. Para mi fortuna, estábamos llegando a finales del otoño de 1998, la situación ideal. Llegamos un lluvioso sábado por la tarde. La casita tenía un sólo ambiente, un baño chico y una diminuta cocina. No tenía teléfono. Era justo lo que necesitaba.
Se hizo tarde y enseguida noté su cansancio producido por conducir varias horas. Le dije que no quería que se fuera, que era peligroso que volviera a esa hora y cansado, y le pedí que se quedara conmigo esa noche. Así, sin darme cuenta, tuve el primer gesto desprovisto de egoísmo después de mucho tiempo, tanto que obviamente no lo recordaba. Su rostro se iluminó al oírme, se hizo evidente su satisfacción al recibir por primera vez de mi parte una muestra de registro de su existencia que no tuviera que ver con mi imperiosa necesidad de ayuda. Me dijo que no entrábamos ambos, que no le parecía correcto que durmiéramos en la misma habitación y que se iría a algún hotel. Con una asombrosa falta de tacto y delicadeza le contesté que dejara de romper las pelotas, que ya había hecho infinidad de cosas por mí y que no iba a pasar nada porque compartiéramos el único ambiente disponible. Como es común en las casas estivales, la única cama de una plaza disponible, tenía un elástico debajo para estos casos, no era tan complicado el tema. Comimos una cena ligera y nos dispusimos a dormir. Tal como suponía, Marcelo cayó rendido por el sueño y yo acostumbrada a la trasnoche estaba completamente desvelada. Entonces decidí dar un paseo.
Cubrí mi pijama con una gruesa campera, me calcé unas zapatillas de jogging y salí. Sólo 130 mts. separaban la costa de la casa, ya no llovía y en el aire podía olerse la humedad de la tierra. Caminé directamente hacia la playa y al pisarla me descalcé. La suave y fresca sensación me produjo varios escalofríos, pero una vez adaptada disfruté plenamente del contacto con la arena húmeda. Dibujé diversas formas insignificantes con mis pies y cuando me aburrí, me senté a contemplar el mar.
El cielo estaba nublado y reinaba una amigable oscuridad que me hizo sentir como en casa. La brisa marina rozaba mis fríos pómulos y algunas atrevidas olas llegaban hasta mí remojando mis dedos. Cerré los ojos y me dispuse a oír los sonidos del lugar. Inmediatamente escuché el ruido constante del oleaje, de vez en cuando un ave lugareña me anunciaba su pertenencia al paraje irrumpido por mí, poco a poco nuevos y diversas voces de la naturaleza fueron llegando a mis tímpanos, como si cada elemento tuviera su propio lenguaje. Pude escuchar que quejido lastimoso de los juncos por el permanente castigo del viento, el minúsculo movimiento de los granos de arena que cedían su lugar ante la fuerte presión de mis pies, el laborioso proceso iniciado por la tierra para remover las gotas dejadas por la reciente lluvia y dar lugar a nuevas partículas secas para recibir el futuro amanecer, el lento pero incesante avance de la marea en un desesperado intento de borrar los rastros de la costa para siempre.
Permanecí estática un largo rato, disfrutando de esa nueva y encantadora experiencia.
Al volver a la casa, Marcelo continuaba durmiendo como si de eso dependiera el universo entero. Me senté en mi cama y lo contemplé. Me di cuenta que nunca me había detenido a observarlo, noté su acompasada y rítmica respiración, al dormir adoptó una posición fetal y despertaba mis más profundos y desconocidos instintos maternales. Continué descubriendo esos detalles que se perdían a simple vista y empecé a percibir lo impalpable, lo invisible, lo que sólo la negra profundidad trae a la superficie. Me hallaba absolutamente ensimismada en su distinción cuando fui consumida por la indudable percepción de una presencia maligna detrás de mí. No alcancé a girar y sentí una intensa y dolorosa punzada en mi cerebro y me desvanecí.

3 comentarios:

  1. No me la veía venir, aunque supongo que es esperable debido al accidente y la pérdida de memoria.
    Más que nunca quiero la próxima entrada, jeje.

    Beso!

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  2. Luminicus, si te dijera que fue dónde quedaría el suspenso que tanto me costó crear?? je je

    Madie, extrañaba tus comentarios!!

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